sábado, 2 de septiembre de 2017

DOMINGO XXII, a
En este domingo la liturgia de la Palabra de Dios nos invita a reflexionar sobre  nuestro servicio a Dios y la renuncia a nuestros propios intereses para seguir los pasos de Jesús.
La primera lectura del profeta Jeremías  nos pone en sintonía con la experiencia  de alguien  que sufre por haber sido elegido por Dios.  Al mismo tiempo el profeta sabe que el Señor lo ha seducido para servirlo: “¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir!” (Jr 20, 7); sin embargo el profeta reconoce que por causa de esta misma seducción que le ha hecho Dios, él debe soportar burlas e incomprensiones: “soy motivo de risa todo el día, todos se burlan de mí”. Pero,  en todo esto el profeta se siente animado como por un fuego del amor de Dios que lo ha conquistado y que lo impulsa a proseguir con su misión más allá de las dificultades. 
El evangelio de Mateo (16,21-27), viene a reforzar esta experiencia: para seguir a Cristo es preciso saber renunciar a uno mismo, cargar con su cruz y disponerse a lo que sea,  incluso a las dificultades del camino. El mismo Cristo da el ejemplo. En efecto, Jesús anuncia su pronto sufrimiento por causa de la salvación de la humanidad.  Pedro no comprende, ni quiere por nada del mundo que le pase algo a su Maestro, y él lo reprende vivamente, porque tiene aún “pensamientos de hombres”...  A Pedro le cuesta, como a nosotros, comprender que Jesús el Hijo de Dios puede sufrir. Cuesta aún pensar que puede morir en una cruz. Peor todavía nos costará entender que el que venció la muerte puede permitir que haya gente que sufre y que la pasa mal (¡!) Eso es normal en nuestro modo humano de pensar. ¿Cuál es modo de pensar de Dios? ¿Cómo comprenderlo?
Dios nos demuestra visiblemente su amor a través de la pasión-muerte y resurrección  de Cristo: en  la cruz (con  todo lo que implica: dolor, sufrimiento, humillación) se manifiesta la fuerza salvadora de Dios, su amor para con todos; es allí en la cruz que se manifiesta la ternura infinita de Dios.
Quien  ha sido tocado por Dios, incluso en el dolor,  debe saber  dejarse iluminar por ese modo de pensar de Dios: que es el modo de entregarse, donarse, disponerse al querer del Creador. Lo cual implica también  estar preparado para sufrir por causa de Dios y por el bien  de los demás.   Quien  quiere  vivir del amor de Dios se dispone a aceptar la vida con sus contradicciones. Y, claro que siempre habrá muchos obstáculos en el camino de la fe. Pero vencerán aquellos que quieren  que Jesús el Hijo del hombre sea su principal fundamento de vida. Él pagará a cada uno según  sus obras.  No son obras realizadas por realizarse, sino obras realizadas con amor.  Víctor Frank, víctima de la tortura nazi asegura que sólo el amor pudo apaciguar su dolor en sus duros tiempos del holocausto (cf. El hombre en  busca del sentido). 
El amor y solamente el amor es el criterio indicador con el cual evaluaremos nuestra seriedad con  la causa de Dios y de los demás.  Por eso en  la segunda lectura de la carta a Rom 12, 1-2, San Pablo nos recuerda que debemos ofrecernos a Dios como víctima viva, santa y agradable a Dios... con la capacidad de discernir la voluntad de Dios y así hacer lo que es justo, lo bueno,  lo que agrada... porque seguir a Cristo implica comprender que Dios nos ama y que en la cruz se resume dicho amor, y que día a día participamos de esa misma cruz, llevando la nuestra con  amor, con  libertad y con esperanza en la  vida eterna. ¡Dios nos dé tanto amor que nada pueda paralizarnos! ¡Su amor apacigüe el dolor de los que sufren! Y que nuestra cercanía con los dolientes suavice el ardor de sus penas y les devuelva la sonrisa de la esperanza. (Bolivar Paluku Lukenzano aa).-


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